En el interjuego que se establece entre el libro y el lector hay un aspecto que no se puede soslayar y es que el lector, de un modo u otro, busca identificarse con los personajes que habitan ese mundo creado en el texto. Vale la aclaración: el lector no busca que el libro sea un espejo que lo duplique, sólo espera que esos seres ficcionales tengan rasgos que los hagan posibles de ser reales, es decir, que pueda concebir a esos seres que habitan la ficción como verosímiles. El texto debe crear, entonces, un mundo posible; de lo contrario, deja de ser literatura
En el proceso de escritura, esa humanización de los personajes, ese dotarlos de aliento, de vivencias, de sueños, de miedos, de frustraciones, es un arduo trabajo que requiere de un talento sólo accesible, a mi criterio, a quienes tienen una mirada profunda, capaz de abarcar los insondables del alma humana.
Esa mirada es la que se percibe en Rostros ocultos, la novela del nicaragüense Francisco Javier Bautista Lara cuya tercera edición acaba de ver la luz. Es la mirada de un narrador que transita lo cotidiano sin renunciar a la ternura ni a la sensibilidad, mientras va tejiendo las pequeñas historias de la gente pequeña, de los anónimos, de esos “nadies” de Galeano, que abordan cada día un bus de Managua, que bien puede ser una guagua, un colectivo, un micro de cualquier ciudad de América Latina.
Contar sus historias es develarlos, darles ese rostro que se les niega, otorgarles un nombre y un espacio -al menos en un libro, ya que no en la Historia- para sacarlos del ninguneo a que los condena su lugar social, y es, a la vez, mantener vigente la función social que un contexto como el latinoamericano le exige a la literatura.
Sobre un entramado de historias que se va tejiendo en base a esas voces múltiples -voces marginales a la gran Historia en tanto sólo transitan y son actores de sus propias microhistorias- se filtra la voz del narrador, y entonces el proceso de escritura se torna también relato. En ese metatexto, el narrador se hace uno con sus compañeros de viaje, se identifica con ellos y se alterna en el doble rol de relator y protagonista de sus propios afanes.
Como si esto no bastara, un prólogo lúcido, imperdible, toda una declaración de principios en relación a la situación actual de la literatura latinoamericana, el canon y los caprichos del mercado editorial, a cargo de Guillermo Rothschuh Tablada, que sumado a la palabra de Ernesto Cardenal terminan de confirmar, junto a esta novela de Lara, el lugar de privilegio que merecidamente se le otorga a la literatura nicaragüense.
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